
Manuel Parra Celya. Cuando se acercaban estas fechas, estuviera o no en el programa oficial, solía un servidor hablar a sus alumnos de Don Juan Tenorio, comparando el sentido de las versiones de Tirso de Molina y de José Zorrilla, perspectivas barroca y romántica respectivamente. Si se trataba de una asignatura de Literatura española específica de Bachillerato, y con cierto interés probado por parte de la clase, profundizaba incluso en los antecedentes del mito y finalizaba con unas reflexiones extraliterarias.
Desde mi jubilación, solo me queda el consuelo de releer algunas estrofas o recuperar en la pantalla de mi televisor los CD de las grabaciones en que intervenían los magistrales Concha Bautista y Paco Rabal, en el caso del Tenorio de Zorrilla, o revivir, en el Burlador de Tirso a una Ana de Ulloa con la gentil y malograda actriz Inma de Santis. Todo ello, claro, al compás de la tradicional Castañada y con total desdén del Halloween.
El Tenorio es algo pasado y sospecho que no merece ni un recuerdo en el marco de la actual sociedad; quedó atrás y es escasamente actual aquella frase de Ortega: “Y es que, con pocas excepciones, los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron”. Quizás tampoco sea aplicable la escueta frase de Max Frisch: “Don Juan es un español; un anarquista”, porque parece que muchos compatriotas son ahora sumisos del Poder establecido.
El mito ha quedado borrado de las mentes de los menores de cincuenta años, posiblemente por influencia del feminismo radical, de la Ideología de Género, las censuras previas y otras lindezas; a lo mejor, las tesis de don Gregorio Marañón sí tendrían más éxito y aplicación, si es que alguno se ha asomado a su lectura…
Con todo, nos queda como permanente a algunos lo que llamaríamos una lectura profunda, quizás una moraleja de su amplia temática: del “cuán largo me lo fiais” y la posterior condena del Burlador, en la versión del siglo XVII, y de la salvación por el amor que ejemplariza el drama del Romanticismo del XIX. La razón es que ambas versiones nos ofrecen una versión poetizada del tema permanente de la trascendencia del hombre, la primera de ambas obras de forma trágica y pesimista; la segunda, esperanzadora.
En Tirso, al libertino le aguarda la condenación irremediable, con una Justicia divina implacable; en Zorrilla, el arrepentimiento del pecador afirma la Misericordia de Dios. Coinciden las dos versiones en una figura torva, negativa, que es el papel asignado a la Estatua del Comendador, que es casi diabólico en su insistencia en el dramaturgo del Barroco y algo más atenuada en nuestro poeta romántico.
Esta lectura trascendente del mito del Tenorio no ha perdido actualidad para los creyentes del siglo XXI, y puede constituir motivo de meditación reposada, agraden o no la cuidada poesía de Fray Gabriel Téllez, cuyo alias era ese Tirso, o los agradables y conocidos ripios de don José Zorrilla, que muchos españoles de más de esos cincuenta años se saben de memoria.
Podríamos decir que, en el fondo, todo se circunscribe a la interpretación que tengamos del Supremo Hacedor y, también, del amor; en lo primero, habría que sopesar si prevalece la imagen del rígido Juez o del Padre misericordioso; en lo segundo, dependerá del sentido frívolo o no que tengamos de ese amor humano en nuestros días; si lo entendemos como pasatiempo, como mera interrelación del instinto y de un sentimiento con fecha de caducidad, o como ejercicio de voluntad, en que Eros y Ágape están vinculados a la vida del ser humano; si es amor con visos de continuidad y permanencia en el tiempo o si se trata del amor líquido que señaló Bauman.
Y esas dos interpretaciones del amor, como algo frívolo y temporal o como emanación y reflejo del amor divino, nos llevan a un profundo análisis del sentido de la vida: la segunda es la que considera al hombre como criatura, dotada de dignidad y de libertad, entidad integrada de alma y cuerpo, con un destino trascendente, y la primera, como diversión temporal centrada en los sentidos y, como se dice ahora, únicamente en la afectividad.
En consecuencia, todos los demás aspectos de la existencia adquieren sentido en esta disyuntiva de interpretaciones, incluso la política. La inclinación a la tesis inmanentista se fundamenta en aquella frivolidad y, tras ella, en una posible cosificación del otro, cuando no, en el caso de la vida pública, en un coto reservado para adquirir bienes para uno mismo; la tesis trascendalista es, en el fondo, ese sentido occidental , cristiano y español en el que muchos reconocemos nuestros fundamentos sociales y políticos, y que interpreta la existencia como alteridad y, en consecuencia, como servicio. Seguro que a algún lector le sonarán estas palabras…
No se pueden descartar, sin embargo, las oscilaciones propias de la fragilidad humana, que nos pueden llevar, a veces, a creer que el Tenorio es admirable por sus desatinos, por su carencia de una Norma de vida; pero, en todo caso, a pesar de los duros comendadores de piedra, siempre podemos fijar nuestra esperanza en la Misericordia de Dios, a lo cual puede ayudar mucho que tengamos a nuestro lado a una doña Inés.
Puede que estas líneas suenen a chino a quienes están abducidos de hoz y de coz en la llamada cultura posmoderna; pero ahí reside el valor de todos los clásicos mencionados y de su Poesía. Me queda la duda de si algunos de mis antiguos alumnos, por estas fechas y con el recuerdo borroso de un profesor de Literatura, siguen captando estos sentidos. Quiero creer que sí.