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Diario YA


 

LA BUENA GENTE

Manuel Parra Celaya. La alargada sombra de la distopía que plasmó la pluma de Orwell sigue cayendo sobre la España actual. Los ministerios de la verdad pretenden borrar o cambiar la historia; los ministerios del amor están consiguiendo reimplantar la planta odiosa de los rencores dormidos y los odios apagados. En el sopor de este verano, hacen entretanto su necio trabajo los genios de la dispersión que se esconden en cada pequeña aldea; todo ello, ante una indiferencia muy generalizada o la cansina rutina de protestas oficiales y democráticas y amagos de amenaza de medidas jurídicas que, todo sea dicho, se la trae al pairo a los secesionistas.

A la vez, cada parte -partido y secta- se desentiende de las necesidades del todo, enfrascada en sus menudas cuitas que sirven solo para contar escaños y sillones: España permanece al margen, sacudida por los aquellos anuncios de la diáspora en su propia entraña y, en el exterior común y globalizado, por la constante guerra, que va produciendo a diario víctimas, y que ha sido suficientemente declarada por una parte y no asumida por la otra, generalmente pacifista y cobarde. Pero volvamos al principio: tergiversar el pasado y atizar resentimientos es una burda manera de controlar el presente y mediatizar el futuro. A la alargada sombra de Orwell se une la no menos alargada, no literaria sino real, de Gramsci, autor de cabecera para unos y despreciado por la estolidez ancestral de otros. Así, en nuestra España, a causa de estas alargadas sombras, apenas se puede ver la clara luz del sol. Es urgente dispersarlas y ahuyentar las nieblas consiguientes.

Pero, ¿quién puede hacerlo? Mejor dicho, ¿quién debe hacerlo? Porque no se trata de una posibilidad o de una recomendación, sino de un comportamiento ético, casi angustioso. Metodológicamente, podemos separar los conceptos de las llamadas sociedad política y sociedad civil, por más que esta clasificación resulte algo artificial, ya que, por una parte, la primera ha sido elegida -teóricamente- por la segunda, y, por la otra, el mundo de la política ha tendido una maraña de redes en el mundo civil, que es lo que se denomina entramado social y que se sostiene por puro clientelismo en la mayoría de los casos y a golpe de subvención de los dineros públicos. Sin embargo, huyamos de las generalizaciones a que nos empujan espontáneamente las apariencias y no dudemos afirmar que hay buena gente en España, dotada de buenas cualidades entrañables. Hay, además, buena gente, entre los jóvenes, que no se limitan a practicar el botellón de fin de semana o a la caza virtual del Pokemon Go. Esta buena gente suele despreciar los ukases de los ministerios de la verdad y del amor, y aun es capaz de burlarse de ellos; esta buena gente acaso no ha leído a Gramsci, pero sigue afirmándose en la familia y en los valores transmitidos en ella, y buena parte de sus componentes cree en un Dios presente en sus vidas y en la historia; esta buena gente -la mayoría sin color político definido- asume la bandera rojigualda como algo propio y no da prioridad al localismo sobre la patria común.

A pesar del influjo de los medios; a pesar de las influencias nefastas en muchas aulas; a pesar de la tiranía del Pensamiento Único y de los dictados de lo políticamente correcto, esta buena gente es capaz de pensar por su cuenta y enterarse de que le están dando gato por liebre. Con el tiempo, puede constituir, por así decirlo, una elite dentro de la sociedad a la que pertenece; tarde o temprano, su sentido común prevalecerá sobre la masa anodina que solo es capaz de celebrar a los famosillos de la tele y creerse, sin el menor pensamiento crítico, los cuentos intoxicadores, o permanecer indiferente ante las sombras alargadas que planean sobre España.

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