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Diario YA


 

José Luis Orella: El ajedrez ucraniano

 

 

Ucrania se desliza hacia la división social. Finalmente ha quedado claro que el rechazo al acuerdo con la UE, en realidad escondía una nueva revolución. (El ajedrez ucraniano)

 

 

LO “QUEER” HASTA EN LA SOPA…

Manuel Parra Celaya. Está muy desfasada aquella clasificación entre “arte puro” y “arte comprometido”, o, si lo prefieren, arte por el arte o arte con intencionalidad social, política o existencial; se aplicó, en otros tiempos, a la poesía y a la novela, y lo mismo puede adaptarse ahora al cine, entendido como búsqueda de la belleza o como estrategia, llamémosla, educativa de los públicos.
    Es evidente que todos los regímenes que han existido en el mundo han procurado que los ciudadanos se acomodaran a las ideas predominantes, fuera de forma directa o indirecta, mediante el recurso del cine. Al proclamarse como panacea social el dogma de la libertad, puede darnos la impresión de que cualquiera tiene barra libre para transmitir sus (respetables) ideas mediante una película, en la confianza de que los espectadores aplicarán su raciocinio y aceptarán o no el mensaje; por un momento, hagamos omisión del importante aspecto de quiénes la van a subvencionar, pues, si se trata de instituciones públicas, es muy probable que el guion y el montaje deban adaptarse -hoy por hoy- a la corrección política. 
    Sea como sea, la evidencia me está demostrando que el “compromiso”  en el arte cinematográfico ha adquirido carácter general, y no solo en España, sino en todo nuestro marco occidental; la Globalización no es solo económica y política, sino, ante todo, ideológica, y en este punto hay que reconocer que la semilla que sembró Gramsci ha fructificado, sin perder de vista que, antes de este pensador italiano, Lenin ya propugnó que “hay que sustituir el asalto por el asedio”.
    Personalizando, reconozco que me siento protagonista de este asedio ideológico; me gustan especialmente las películas y series policíacas, en las que, por lógica, debe privar una maraña de datos con el objetivo de descubrir, en el desenlace, quién es el culpable; si, además, la trama está bien construida, los personajes son creíbles y el rodaje contiene buenos elementos cinematográficos, miel sobre hojuelas; con este fin, intento buscar, en unos  pocos momentos relajantes, antes del sueño, alguna serie televisiva que contenga estos ingredientes; rastreo, con el mando a distancia en la mano, películas de cualquier nacionalidad -preferentemente europeas- de contenido detectivesco.
    No obstante, ha llegado un momento en que mi mando a distancia esté casi incandescente, pues generalmente encuentro en casi todas las series propaganda, subliminal o directa, de la Ideología predominante, representado por lo woke o por lo que se denomina lo queer, es decir, lo extraño, pero elevado a pauta generalizada de los comportamientos y actitudes humanas.
    Es habitual, de este modo, que surjan personajes homosexuales por doquier, o representantes de las llamadas minorías oprimidas, casi siempre con rango de protagonistas, ejemplos de familias desestructuradas o destruidas o motivaciones de fondo que no se corresponden a la trama policial; y es normal que una película refleje la realidad social, pero me malicio que la abundancia de estos personajes y situaciones responde, más que a un prurito de realismo, a las cuotas impuestas, como condición para la subvención. Por supuesto, no se da ninguna perspectiva de lo que podríamos llamar sentido trascendente de la vida; todo ello existe, ciertamente, en la sociedad, pero habría que preguntarse si con el carácter general y único que nos presenta el guionista, y de ahí mi sospecha en la imposición de cuotas. 
    Procuro, por tanto, escapar del tutelaje de lo que encierran las siglas GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft) y de la actual Disney y de Netflix, que no aparecen entre esas siglas ( es decir, el Capitalismo Woke), pero recaigo constantemente en sus redes, con tendencia natural a variar de emisión a las primeras de cambio, intentando escapar del cosmos queer. 
    Estamos en manos de lo que, en 2001, llamó John Fonte (investigador del Instituto Hudson) “progresismo transnacional”, que abarca igualmente a las izquierdas y a las derechas actuales, y que se basa en el predominio de la identidad de grupo sobre la identidad de la persona, la dialéctica opresores-oprimidos, venga o no a cuento, el establecimiento de cuotas de obligado cumplimiento y el multiculturalismo a ultranza. Los mensajes no pretenden establecer un reflejo real de la sociedad, sino un desiderátum progre de la misma. En el fondo, se trata de redescribir el pasado, en el caso de argumentos históricos, de crear un presente a gusto de los propagandistas y, así, de intentar controlar el futuro. 
    Y, ante estos intentos de adoctrinamiento, me rebelo; me sitúo conscientemente en una trinchera de esta “guerra cultural”, que, como dice el profesor Braunstein, de la Universidad de París Pantheón-Sorbonne, “ya no es una lucha entre la derecha y la izquierda o entre con conservadores y progresistas, sino entre aquellos que quieren seguir viviendo en el mundo real y aquellos que anteponen sus creencias a todo, cueste lo que cueste”.
    El mundo en que vivimos es apasionante, pero incómodo y, a veces, perverso; no se me ocurren mejores adjetivos para definirlo; en consecuencia, hay que estar siempre en guardia frente a la mercancía averiada que nos quieren imponer.
 

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