
Manuel Parra Celaya. Hace unos días me pareció muy oportuna la bronca y legionaria respuesta de Arturo Pérez-Reverte a las insinuaciones -de momento, solo insinuaciones- sobre cómo se debe hablar y escribir, qué expresiones se decretan como non gratas y, en general, cuáles son las directrices que deben presidir la comunicación entre los españoles.
Recuerdo que en el curso de una clase en la Facultad -hace, ¡ay!, bastantes años- un profesor de lingüística, sacerdote por más señas, afirmó en el aula que solo las dictaduras se atreven a dirigir el lenguaje de los pueblos; al decir esto, puso un ejemplo del italiano en la era de Mussolini, pero, significativamente, guiñó un ojo a la concurrencia, gesto que mereció algunas sonrisas en el auditorio por su “osadía” (estoy refiriéndome a los años 70 del siglo pasado); creo que el franquismo no había intervenido nunca en el lenguaje ciudadano, ni siquiera cuando se explicaban chistes sobre Franco en los bares en voz alta.
Lo cierto es que, tras varias tentativas al respecto en forma de consejos, el actual totalitarismo democrático pretende dirigir a los ciudadanos en su lenguaje. Son más que tentativas, en realidad, las imposiciones del lenguaje inclusivo del wokismo, obligatorias en todas las Administraciones, aunque contradigan las más elementales reglas de la Gramática; también responden a este criterio los amagos para colonizar la Real Academia desde el Instituto Cervantes, toda vez que la Docta Casa aún no ha entrado en la férula del Gobierno y se defiende con uñas y dientes. Por supuesto, siempre quedan los ejemplos de los ilustrados ministros, consejeros y asesores, con su habla particular, que supera en mucho aquel politiqués del que se burlaba Amando de Miguel. Tampoco podemos fiarnos de los modelos del lenguaje del hemiciclo, salvo que echemos mano, en ocasiones, de don Camilo José Cela y nos adentremos en su celebrado “Diccionario Secreto”.
Otro problema -distinto en su manifestación, pero acorde con ese intrusismo lingüístico desde el Poder- es el que te obliga, velis nolis, al uso de una determinada lengua en determinadas situaciones. Ocurre, como ya sabemos, en mi Comunidad, Cataluña, donde la lengua de las Administraciones local, provincial y autonómica es, sistemáticamente, el catalán; ante ello, pocos ciudadanos ejercen ese derecho, teórico y relativo, a ser informados u obtener una respuesta en castellano. No hace falta insistir en lo relativo al ámbito de la Enseñanza, pues creo que todos estamos al cabo de la calle…La obligatoriedad del catalán en las aulas y en la gobernanza está fuera de toda discusión.
Claro que una cosa es la norma política y otra la realidad social. El ciudadano sigue las pautas tradicionales y lógicas que siempre han ido funcionando por encima de los Regímenes políticos: se utilizan ambas lenguas, en la calle, en el trato social, en los negocios, en la familia, entre amigos…, y es normal, incluso, que en el curso de una conversación se vayan alternando.
Hay catalanes perfectamente bilingües, y otros llevan a la práctica el denominado sesquilingüismo (de sesqui, uno y medio), es decir, hablar una lengua determinada y entender la otra, pudiendo defenderse con ambas. Y esto es lo habitual y lo corriente, a pesar de las constantes campañas oficiales para imponer el uso exclusivo del catalán, como intentan los nacionalistas. También se oponen a esta realidad algunos separatistas del otro lado del Ebro, que menosprecian la lengua autóctona y quisieran implantar aquella ridiculez de posguerra (Si eres español, habla en español), que duró en realidad poco tiempo; nunca entendieron, ni estos ni aquellos, que el catalán es también una lengua española. Como dejó escrito Julián Marías: “El catalán es la lengua de Cataluña; el castellano es una lengua de Cataluña. El castellano es la lengua de España; el catalán es una lengua de España”, y que conste que cito de memoria…De todo esto ha tenido que hablar recientemente a un grupo universitario que me requirió para informarse del tema José Antonio y Cataluña, ya tan próximo el 20 de noviembre.
El mismo problema se está extendiendo a otros lugares de esta España, organizada (es un decir) como Estado de las Autonomías; los partidos y grupos proclives a un particularismo atroz, lindantes con las tesis nacionalistas, tratan por todos los medios de imponer su lengua, o su dialecto, o su variante lingüística. Cuando las lenguas -todas ellas- están para entenderse, no para distanciarse o separarse.
Pero creo que me he apartado del tema esencial de este artículo, que era -recuerden- la intromisión de los Poderes políticos en la manera de hablar de los ciudadanos, pero la proximidad geográfica de una variante de ese problema me ha llevado por otros derroteros.
Las Academias de la Lengua y, en concreto, la R.A.E. en el caso del español común o castellano, son las que deben establecer la norma para hablar y escribir correctamente, nunca los Gobiernos, ni los políticos (por otra parte, tan carentes muchas veces del conocimiento de esa norma), ni las ideologías (wokismo, nacionalismos…), y los caprichos del gobernante no tienen nada que opinar en este ámbito. Y a las personas encaramadas en los cargos públicos el ciudadano de a pie -entendido, por desgracia, como mero votante- les debe exigir, por lo menos, que sean capaces de hacer inteligibles sus palabras, asumiendo la norma académica.
Y no quiero entrar ahora en la crítica fácil de secuencias cantinflanescas a los que nos tienen acostumbrados muchos componentes del actual Ejecutivo… Lo dicho: me niego a que me dicten cómo tengo que expresarme, que es, en el fondo, una forma de dictadura sobre mi forma de pensar.